¿Cómo consigue llegar la música a lo más profundo de nosotros?

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“La música se ubica sola frente a las demás artes… No expresa ninguna definitiva o particular alegría, tristeza,  angustia, horror, deleite o sensación de paz, sino alegría, tristeza, angustia, horror, deleite o sensación de paz en sí mismas, en lo abstracto, en su natural esencia, sin accesorios y por ello sin sus motivos usuales. Y sin embargo nos permite aprehenderlas y compartirlas plenamente en su quintaesencia.”

Parece que la descripción de Shopenahuer se acerca mucho a lo que prácticamente todos nosotros, hemos sentido alguna vez al escuchar una determinada canción. Parece que esa sucesión de tonos, ritmo y en ocasiones letras, organizados de una manera concreta puede hacer que nuestras emociones cambien su cualidad e intensidad de una manera casi mágica.

Presente en la mayoría de épocas y culturas, la música ha permitido conectar al ser humano con sus emociones prácticamente desde el inicio de nuestra especie. El gran poder que tiene podemos observarlo en su capacidad para favorecer la cohesión grupal, la relajación, la comunicación y en última instancia, la conexión con uno mismo y su entorno.

Es curioso como en un entorno lleno de frenética actividad, con miles de estímulos acechándonos a nuestro alrededor, una simple melodía puede hacer que paremos y sintamos unas emociones que nos conectan con nosotros mismos y probablemente con intensos recuerdos. Esa melodía acede a nuestro pabellón auditivo junto con otros muchos sonidos y algo ocurre, nuestro cerebro  le da prioridad, silencia el resto y permite que sintamos sin filtros.

Es esa ausencia de filtros la que, según Jordi A. Jauset, hace de este arte algo tan único. De alguna manera, la música impacta directamente en el sistema límbico, sede de nuestras emociones sin que medie nuestra parte más consciente, que está relacionada con el neocortex.

El “simple hecho” de escuchar música provoca multitud de cambios en nuestro organismo. Se segrega dopamina proporcionándonos sensaciones placenteras así como otros neurotransmisores y hormonas. Se activan conexiones sinápticas tanto de áreas corticales como subcorticales y se modifica nuestro ritmo cardiaco y respiratorio. Además, se estimulan determinados centros de control como el hipotálamo, encargados de aspectos tan importantes como el control de la temperatura corporal.

Cuando además de escuchar música esta se practica, los cambios en el cerebro son más asombrosos si cabe. Diversos estudios han puesto de manifiesto que un entrenamiento de larga duración en la infancia y/o la adolescencia puede reducir considerablemente la degeneración neuronal que inevitablemente se produce con la edad. Así mismo se ha podido observar que el entrenamiento musical en la infancia puede favorecer que el cuerpo calloso, estructura  encargada de conectar los dos hemisferios que permite la integración de la información, se desarrolle hasta un 25% más.

Todos estos cambios en el cerebro dan como resultado la experiencia musical, que es a fin de cuentas la que nos transporta a momentos pasados y a la vez nos mantiene en el presente, conectándonos con lo más profundo de nosotros mismos y con los demás.

Tal y como decía Ciorán, “El éxtasis musical implica una vuelta a la identidad, a lo originario, a las raíces primarias de la existencia. En el que solo queda el ritmo puro de la existencia, la corriente inmanente y orgánica de la vida. Oigo la vida. De ahí arrancan todas las revelaciones”.

 

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